Nancy Montes: «¿Por qué creemos que la escuela secundaria debe transformarse?»

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Por lo menos desde la década del ‘70 se registran en nuestro país intentos de modificar la estructura de la escuela secundaria, su organización institucional, los puestos de trabajo y su oferta formativa. Sin embargo, buena parte de estas iniciativas tuvieron una escala acotada a un conjunto de establecimientos que además no fue retomada ni revisitada para comprender qué otras prácticas habían tenido lugar y qué dificultades se seguían identificando para avanzar en otras direcciones, o qué resultados promovían para el trabajo docente y para el aprendizaje de los estudiantes.

Los diagnósticos de esos años no diferían del actual: baja relevancia de la propuesta formativa, escasa capacidad para preparar para el mundo contemporáneo, una propuesta basada en contenidos agrupados por disciplinas y dificultades para procesar el diálogo entre generaciones al interior de las escuelas y de las aulas. A este conjunto de problemas diferentes gestiones respondieron con soluciones que lejos de atenderlos los profundizaron: cambio de estructuras de los niveles de enseñanza y desarticulación entre los planes de estudio que generaron tráficos de equivalencias entre modalidades y escuelas; diseños curriculares que reprodujeron los límites entre las disciplinas y generaron más distancia entre el conocimiento y las prácticas concretas; multiplicidad de temáticas que deberían llegar a las aulas en modos espasmódicos y discontinuos (a través de certámenes, programas, eventos…) y que escasamente se instalaron para proponer modos más creativos de vincularse con el arte o con esas mismas temáticas (participación ciudadana, violencia, sexualidad, idiomas…) y también un esquema individualizado de formación de los docentes que permaneció inconmovible, igual que la carrera docente.

¿Es posible transformar la escuela secundaria sin modificar la formación de sus docentes? ¿Es posible que en las escuelas sucedan otras cosas manteniendo la caja curricular y disciplinar actual? ¿Qué oportunidad de vincularse con el conocimiento tienen los adolescentes y jóvenes en un esquema de encorsetamiento de los saberes básicos? ¿Cómo reducir la distancia entre los nuevos modos de conocer y de aprender que los cambios culturales y tecnológicos de las últimas décadas han configurado?

Creemos que estas son las preguntas que deberían organizar las acciones y los modos de intervención que tenemos que asumir para ir más allá de los logros acumulados hasta ahora.

En los últimos años se avanzó de modo sostenido en la inclusión de más adolescentes y jóvenes a las escuelas y se amplió en la región y en nuestro país desde una perspectiva de derechos el acceso a un conjunto más amplio de recursos para sostener la escolaridad. También se redujo la distancia en los niveles de asistencia entre los sectores más desfavorecidos y los mejor posicionados, aunque aún persisten desigualdades que requieren un abordaje sostenido y prioritario. Información elaborada por el SITEAL permite sostener estas afirmaciones. Entre los años 2000 y 2013 la asistencia de los adolescentes de 12 a 14 años pasó del 90,2 al 93,8% y la de los jóvenes de 15 a 17 años creció del 69,4 al 76,6% en 18 países de la región. Los sectores más desfavorecidos en ese mismo período crecieron unos 6 puntos para el grupo de edad y 10 puntos porcentuales en el caso del segundo grupo etario.

En nuestro país las tasas de asistencia según la información del último censo de población del año 2010 dan cuenta de una importante cobertura para el grupo de adolescentes de 12 a 14 años, un 96,5%, resultado del proceso  de obligatoriedad iniciado en 1993. En el grupo de 15 a 17 años la asistencia alcanza al 81,6% de los y las jóvenes de la Argentina.

La pregunta acerca de por qué es necesario transformar la escuela secundaria también se vuelve urgente cuando se analizan los principales indicadores de este nivel de enseñanza. Hay cierta “inmutabilidad” de los indicadores, concepto que Cecilia Braslavsky había señalado en el año 85 que vuelve perentorio revisar los formatos actuales, las dinámicas institucionales y las prácticas que tienen lugar en las aulas y en los modos de enseñar,  de aprender y de evaluar que están disponibles.

La repitencia y la sobreedad se mantiene con leves variaciones o se incrementaron en los últimos años (dependiendo siempre de qué año se tome como referencia para la comparación). Si bien dan cuenta de un proceso de retención de los estudiantes (de los cuales muchos de ellos son primera generación en sus familias que accede a este nivel de enseñanza), también alerta sobre las dificultades de transitar trayectorias continuas y completas. La sobreedad es la antesala del abandono, motivo por el cual debe ser objeto de atención de directivos y docentes. También implica para los estudiantes sentimientos de fracaso que suelen ser autoinculpatorios, obligándolos también a quedar alejados de su grupo de compañeros/as y amigos/as y estar obligados/as a “repetir” una propuesta de formación que no tendrá mejores opciones e incluso peor, los expondrá a no aprobar una instancia que anteriormente habían aprobado, reiterando un círculo que no parece tener salida.

En el año 2003, la repitencia en el ciclo básico estaba en el 9,4% y en el ciclo superior en el 6,9%. La información del último año disponible de este indicador (2013) arroja que en el ciclo básico alcanzó al 11,6% de los estudiantes y el ciclo superior al 6,4% considerando en conjunto a las escuelas estatales y privadas. La sobreedad, por su parte aumentó levemente en el ciclo básico (pasó del 32,1% al 35,7%) y en el ciclo superior casi invariante, del 35,4 al 35,5%. Esta dinámica vuelve la pregunta sobre la incidencia y el impacto de políticas y programas que tenían como objetivo promover otras trayectorias para los estudiantes y que, sin embargo, no terminan modificando prácticas muy arraigadas, culturales, institucionales y aúlicas que son las que siguen condicionando los “destinos escolares” de los adolescentes y jóvenes de nuestro país.

Con el abandono también sucede algo similar, en el año 2003 para el ciclo básico el 8,4% de los estudiantes experimentaban esta “interrupción” de los estudios, medida a partir de los estudiantes que dejan de asistir y no piden pase a otra institución, valor que se mantiene en el año 2013 mientras que, en el ciclo superior descendió del 18,9% al 14,5% de los jóvenes.

Muchas provincias han incorporado cambios en los regímenes académicos, en los modos de evaluación y han flexibilizado algunas instancias para promover la permanencia de los estudiantes. No obstante esto, hay aspectos que aún no fueron conmovidos y que creemos requieren otras intervenciones, más profundas y más direccionadas hacia el tipo de problema que se pretende resolver. Mientras los criterios de evaluación, por ejemplo, queden librados a la arbitrariedad de cada asignatura o su explicitación dependa de la voluntad de los/as docentes y no estén enmarcados en decisiones institucionales, transversales, más difícil será promover otros saberes y otros recorridos. Si tampoco es posible volver sobre lo no aprendido, revisar procedimientos que requieren una reorientación o una segunda oportunidad estaremos dejando librado a las capacidades de los estudiantes y de sus familias la posibilidad de permanecer en la escuela y/o de egresar, en lugar de abordarlo como una responsabilidad de la escuela, de sus directivos y sus docentes.

En estas intervenciones hay una agenda de trabajo posible que implicaría desandar algunas prácticas muy instaladas pero que estamos convencidos promoverían otras satisfacciones, así sucede en las escuelas que organizaron la tarea a partir del compromiso de estudiantes, docentes y familias en torno al conocimiento, a otros modos de enseñar y de vincularse entre quienes hacen la escuela. Por eso es posible transformar la secundaria, algunas instituciones ya empezaron a hacerlo.

(Nancy Montes es Docente e investigadora de FLACSO y Especialista de la OEI. Integra el Comité Pedagógico de Fundación Voz)

 

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